Hoy en Venezuela se vive simultáneamente dos emociones profundas: i) melancolía, tristeza e incluso depresión y ii) alegría, euforia y victoria; aún cuando no tengo la fuente de esta publicación, me tomo el atrevimiento de publicarla por lo pertinente, profunda y necesaria en este momento de duelo para todos los que me acompañan del lado al que pertenezco.
Sybil Caballero
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Acerca
de la tristeza
Leía hoy unas
declaraciones de quien mucho admiro, Ramón Guillermo Aveledo, quien hace una
distinción muy importante entre la tristeza en el ámbito privado y la depresión
en el ámbito político (entrevista en Globovisión). La política –dice Aveledo– es
siempre una lucha y una actividad muy dura, por ello “no hay espacio para la
depresión”. Pero al mismo tiempo acepta su propia tristeza, la de su familia y
la de todos los que vimos frustradas nuestras aspiraciones. Para los que no
somos políticos de oficio es posible que la distinción no exista en los mismos
términos. Yo soy escritora y psicoanalista, y para mí la tristeza es un
sentimiento y la depresión un estado, no necesariamente patológicos; a veces
inevitables, a veces necesarios. Freud definía la melancolía como la reacción
ante la pérdida de un ser querido o su abstracción equivalente, y entre esas
abstracciones equivalentes precisamente mencionaba la patria y la libertad. De
modo que personalmente creo que hay que saber reconciliarse con la tristeza, y
con la depresión también (repito, no soy política sino escritora y
psicoanalista, o simplemente, una ciudadana que perdió las elecciones). Tengo
para mí que los venezolanos no sabemos hacer bien los duelos, es decir, que
tendemos a salir de los momentos depresivos lo antes posible, por medio de la
rabia, o de la dispersión, e incluso la falsa euforia. O tendemos a
minimizarlos. Por ejemplo, que alguien diga que esto, lo ocurrido, es “un
tropiezo”. Entiendo lo que quiere decirse, pero ¿tropiezo? Vaya con el
tropezón.
Conozco
y aprecio a venezolanos para quienes el resultado de estas elecciones era esencial
en términos de su vida personal y familiar; para ellos no hay consuelo. No sería
yo capaz de inventarlo. Para todos era de alta importancia. Para el país
también, pero el país es mayoritariamente responsable del resultado de las
elecciones, y debe aceptar (los responsables, quiero decir) que eligieron
libremente la opción que quisieron. Si más adelante la quieren cambiar,
bienvenidos, pero de momento no son unos ángeles ni niños inocentes. Votaron,
eligieron. Pobres o ricos, son ciudadanos responsables de sus decisiones.
Sentirnos
tristes o deprimidos no es una desvalorización. Es la reacción normal ante lo
ocurrido, es decir, una grave pérdida para aquellos que pensamos en la
posibilidad de otra vía para un mejor país. ¿Que habrá otras oportunidades?
Seguramente, pero esta la perdimos y por lo tanto es una pérdida. Así
redundantemente. Sin subterfugios. La pena y la tristeza pasan, no cabe duda,
pero no pasan mejor por querer salir de ellas. Pasan porque los seres humanos
tenemos la capacidad de elaborar duelos y superar traumas, siempre y cuando los
aceptemos. Duelos congelados por negados, esos sí que tardan en pasar. Una
buena manera de saltarse el duelo es la del que dice, yo no he perdido, es que
me robaron. O la de, yo más nunca voto, eso no sirve para nada.
Supongo
que en los próximos días recibiremos numerosos análisis de las causas de lo
ocurrido, y sobre todo llamados al pensamiento “positivo”, pero lo cierto es
que no estábamos bien preparados, precisamente por la inclinación a minimizar
lo que llaman “sentimientos negativos”; los sentimientos no son positivos ni
negativos (disiento de los manuales de autoayuda), los sentimientos son
reacciones de la subjetividad humana y todos conviven, y todos pueden ser
necesarios. La duda es uno de ellos. Y una de las razones por las que no
estábamos preparados fue la insistencia social (la presión social, diría) en
minimizar al adversario (¿enemigo?). La insistencia en que un hombre cercano a
los 60 años (un anciano en los códigos venezolanos), con posibles limitaciones
físicas (que ignoramos en sus detalles), y movido en una “carroza”, no estaba a
la altura de un hombre de 40, en capacidad de caminar doscientos pueblos como
si nada. Una insistencia en menospreciar al adversario, en considerarlo
despectivamente, en verlo derrotado por nuestros propios deseos. En
considerarlo desde nuestras propias referencias. En despreciar a sus seguidores.
Y una insistencia en no permitirnos la duda. Quizá la política no permita
dudar. Pero ya pasó el tiempo de la duda y viene el del pesar. ¿Tampoco será
admisible? ¿Ya estamos montados en que la victoria nos espera a la vuelta de la
esquina?
Yo
también espero la victoria (desde hace catorce años), y no niego los
considerables avances en el camino, pero por el momento la fuerza de la
resistencia exige ese incomodo estado de esperar en la desolación.